martes, 20 de junio de 2023

LA CASA DEL VIGÍA (RELATO)

 




La Casa del Vigía

Hoy ha amanecido Mazagón enredado en niebla, y cada vez que esto ocurre vuelvo a recordar al viejo marinero que conocí en una tarde también neblinosa.

Eso fue hace muchos años, en un domingo de invierno. Había sido un día tranquilo, y quise terminarlo paseando hasta la Casa del Vigía. Justo antes de llegar, una niebla intensa acabó con la poca luz que le quedaba al cielo, y como la humedad empezaba a calar, decidí dar media vuelta y entrar en uno de los bares que aún seguían abiertos en el centro de Mazagón.

En el interior había un grupo de clientes habituales. Estaban en una esquina de la barra charlando con el camarero sobre lo desapacible del clima y la oscuridad que habían traído las nubes. Me hicieron partícipe de la conversación en cuanto me vieron entrar frotándome las manos de frío. Les comenté que la niebla me había sorprendido de camino a la Casa del Vigía.

—­­­­­­­ ¿A la Casa del Vigía? Perdone que me inmiscuya, señorita, pero… ¿Ha llegado hasta allí? ¿La ha visto? — preguntó una voz desde el otro extremo del local.

Estas palabras hicieron que todos nos giráramos hacia la mesita que estaba junto a las ventanas. Desde ese rincón me miraba absorto un señor en el que yo no había reparado hasta ese momento. El tipo, que estaba solo, parecía sacado de uno de esos libros de navegantes intrépidos de hace dos siglos. Era corpulento, tenía barba y bigote muy cuidados, y su ropa era elegante, aunque pasada de moda. Sobre su mesa se enfriaba una taza de café negro, y junto a la taza había un libro antiguo y amarillento, con el lomo deshilachado. El tono de voz del hombre, muy educado, denotaba cierta intriga y desazón.

— ¿La ha visto? — me volvió a preguntar abriendo unos enormes ojos azules que habían estado escondidos en su rostro ajado.

Comencé a explicarle que no había llegado a ver la Casa del Vigía porque la niebla apareció de repente, y que decidí darme la vuelta, pero antes de acabar mi respuesta me interrumpió para pedirme, con mucha amabilidad, que me sentara a su mesa. Al notar mi perplejidad me lo volvió a pedir, esta vez poniéndose de pie e invitándome con su mano a ocupar una silla junto a la suya. 

Por favor, señorita… — me suplicó, también con su mirada. Me sentí comprometida y sin escapatoria, pero parecía significar tanto para él, que accedí.

Agradeció mi gesto cogiendo con delicadeza mi mano entre las suyas, y se presentó.

Me llamo Zenón. Siempre fui marinero. He navegado por todos los mares del mundo y, a pesar de no ser de por aquí, conozco palmo a palmo toda la costa onubense. 

Hizo una breve pausa y volvió a preguntarme si había llegado a ver el edificio, si había visto al menos la silueta de la terraza acristalada, y si allí había vislumbrado algo o a alguien. 

Es muy importante para mí — dijo lentamente y con tristeza.

De nuevo le contesté que no, que me di la vuelta unos metros antes de llegar porque no iba a poder fotografiar el atardecer, como hago otras veces, y porque empezó a hacer frío.

Qué lástima. Es que sólo se asoma cuando hay niebla, y hace tiempo que yo no consigo verla. Yo también vengo de allí. Y tampoco la he visto. Verá… Hace muchísimos años, cuando yo era marinero y nuestro barco entraba por este canal, la Casa del Vigía era mi referente emocional, porque me recordaba a la casona en la que me crié. Divisarla era para mí un aliciente, un alivio para el cansancio y la soledad. En un viaje de aquellos, cerca ya de esta costa, nos sumergimos de pronto en una bruma espesa, como la de hoy. Aun así, por superstición, por ritual, no sé por qué, me empeñé en no perder de vista el edificio. Y de repente la vi. Apareció en el ventanal acristalado de la esquina, mirando mar adentro.

En ese momento el señor Zenón cogió el libro viejo que tenía sobre la mesa y lo abrió por las hojas que tenía marcadas con un trozo de lazo negro. La página de la derecha la ocupaba por entero la ilustración de una mujer joven, preciosa, con un vestido oscuro y adornos de azabache; sus cabellos eran muy rubios, recogidos con un lazo también negro, como el que marcaba las páginas del libro. La joven tenía la mano izquierda apoyada en el alféizar de una ventana y la mirada perdida a través de su cristal.

Vi a esta mujer. Aquel día y varias veces más, y siempre a través de la bruma, nunca a plena luz — me decía mientras señalaba con su dedo el rostro de aquella joven. Por lo visto, el libro narraba la triste historia de una mujer, la del dibujo, que se quedó en tierra esperando a un prometido que nunca volvió.

— Yo tampoco volví, ¿sabe usted? Todo me parecía poco en aquellos años. Mi casa, mi vida, ella...Y me fui. Me iba a comer el mundo, pero... — susurró mirando a través de la ventana, y en un tono tan apagado que apenas entendí el final de la frase. Le llevó unos segundos salir de su ensimismamiento, y después retomó su narración.

— La dama que se asoma a las cristaleras de la Casa del Vigía los días de niebla, es esta, es esta, lo juro, lo sé… — prosiguió mientras volvía a señalar con el dedo la imagen del libro.

Prosiguió con varios detalles más, haciendo hincapié en las coincidencias entre su vida y la historia que narraba la novela. Su relato era fascinante, cautivador, y nada me hubiera gustado más que creer que todo aquello era cierto, pero no fue así. Sin embargo, el señor Zenón se expresaba con tanta lucidez (lucidez aparente, al menos), que decidí alargar algo más la conversación y los cafés. Cuando la sobremesa se agotó, le deseé suerte y ánimo con sus sueños y esperanzas. Se despidió agradeciendo mi atención y deseándome fe. Salud y fe, me dijo. Puso entre mis manos el lazo negro del libro, me obligó a aceptarlo, y se fue.

No puedo describir lo que sentí mientras veía al viejo salir del bar. Lo que empezó siendo un encuentro extraño y surrealista acabó por ser un capítulo inolvidable y enternecedor.

Esto ocurrió hace al menos veinte años. Nunca volví a ver al marinero Zenón ni encontré a nadie que lo hubiera conocido. A la hermosa dama que supuestamente se deja ver en la Casa del Vigía en los días de mucha niebla yo la llamo, cómo no, Penélope.

Como dije al principio de este texto, hoy también amaneció Mazagón con una espesa niebla. Dad por hecho que iré a la Casa del Vigía. Quién sabe si dentro de muchos años no sea yo quien cuente desde la esquina de un café que un día vi a una tal Penélope asomada al ventanal. O quizás cuente que Penélope era yo.



Sonia Serna San Miguel
(Segovia, junio de 2023)

lunes, 3 de octubre de 2022

ARCADIA (RELATO)




ARCADIA

En el zaguán de su casa pone la señora Arcadia una silla de enea, deja abierta la puerta que da a la calle y se sienta a ver la vida pasar. Las tardes son cálidas y la gente se anima a pasear. Como ella conoce a casi todos los que suben y bajan por su acera, no le faltan saludos y conversaciones.

-A mí esto me vale de mucho, ¿no sabes, hija? Esto me da la vida. El caso es que yo tengo mucha familia, pero vienen cuando pueden, tienen sus vidas, claro, yo lo comprendo…

En realidad no lo comprende, pero lo acepta, y deja colgadas sus frases mientras pierde su mirada, la que un día fue verde, en el zócalo algo desconchado del recibidor.

Arcadia tiene una memoria envidiable y una conversación ágil y amena, así que oír cómo hilvana recuerdos es un auténtico privilegio y un placer. Me cuenta que va a cumplir noventa años, que lleva viuda sesenta y tres y que ha criado a cinco hijos. Al ver que yo iba abriendo los ojos según mi mente hacía cálculos ha empezado a sonreír. Con su voz dulce me ha explicado que se casó a los dieciocho años con un señor de treinta y tres, un amigo de sus padres que quedó viudo con cinco críos.

-Bueno, me casé... Ya te imaginas. Me casaron mis padres, porque Juan, mi marido, era de una familia conocida del barrio y tenían cuatro perrillas, y en casa yo era una boca más a alimentar. A mí me acababa de dejar un novio que tenía, porque lo casaron con una chica de familia bien, así que era una forma de arreglar todos los descosidos. No me mires con pena, bonita, ya sabes que antes era así, y yo me hacía cargo de la situación. Juan era un buen hombre y yo una buena chica. Mis padres tan aliviados y todos en paz. Cuando yo tenía veintisiete años él falleció. Yo seguí criando a mis cinco hijos, porque para mí son mis hijos, aunque no llevan mi apellido, claro, llevan el de su madre. Me puse a trabajar en todas las casas que me salían. No sé cómo lo hice, pero los saqué adelante. Les ha ido muy bien a los cinco, gracias a Dios. Ya son muy mayores, alguno casi como yo, claro, pero viajan y disfrutan, y yo tan feliz de verlos así. Y ya está, bonita, no tengo mucho más que contar. Sí que me hubiera gustado aprender a conducir. ¡Ay, si yo hubiera tenido esa libertad! Habría conducido sin parar hasta el mar. Porque no conozco el mar. Mis hijos y mis nietos, por unas cosas o por otras, nunca me han podido llevar, y yo lo entiendo. Pero me traen revistas de otros países y novelas de aventuras, saben que me gusta leer. Mira cuántas tengo, me las dejan ahí...

Y Arcadia termina el resumen de su vida dejándome hundida en su conformidad, en su heroicidad invisible, en sus anhelos segados de raíz. Me he quedado tan callada que me he avergonzado de no encontrar una respuesta a la altura de lo que ella necesitaba oír.

Como si me hubiera leído el pensamiento, me ha cogido la mano y me ha dicho: "Tranquila, he sido más o menos feliz, tengo la conciencia en paz. Solo te lo he contado porque creo que te gusta escuchar. Oye, si te apetece café de puchero, está recién hecho en la cocina. Si no tienes prisa, nos tomamos uno aquí mismo, y mañana Dios dirá. ¿Te parece?".

En su zaguán hemos acoplado otra silla para mí y juntas nos hemos tomado un café lentísimo al ritmo del atardecer. Con la taza entre las manos me he estado preguntando cuántos cafés habrá hecho esta buena mujer a lo largo de su vida, cuántos platos habrá fregado una y otra vez, cuántos cabellos habrá peinado, cuántos guisos habrá cocinado, cuántas heridas habrá curado, un año, y otro, y otro más. Me pregunto cómo se premia tanta abnegación. También quisiera saber si alguna vez alguien le pidió perdón.

Y mientras yo me imaginaba a una Arcadia jovencilla soñando con ver el mar, un anciano se ha parado a saludar y a entregarle un ramito de hierbabuena que, por lo visto, le trae a menudo de su huerto. Me ha parecido que se conocen desde siempre, que se tienen mucho cariño y que en un ramito de hierbabuena caben muchas frases que no se llegan a decir. Se despiden con un mutuo “Cuídate mucho”, y el señor se va.

-No creas que él ha sido mucho más feliz que yo-, me dice Arcadia señalando al anciano que se aleja y mirándome de reojo con un gesto de picardía. Como he tardado un poco en atar cabos, se me ha adelantado en la conversación: 

-Sí, es él. También enviudó hace unos años. No tuvieron hijos, así que anda bastante solo. Bueno, siempre lo estuvo. Ya ves, unos me traen revistas y el otro hierbabuena. Pero no están. Tú me estás regalando tu tiempo y te estás tomando mi café. Estas cosas son la vida, la de verdad. Si vuelves otra tarde, me cuentas cosas tú a mí, que también me gusta escuchar.

Le he prometido volver y me he ido pensado en qué le voy a contar que no parezca una frivolidad al lado de sus noventa años de historia. Y qué historia. Pero supongo que eso en el fondo le da igual, que cualquier anécdota contada y escuchada con un poco de pasión es una gran aventura para quienes comparten sin prisas un café en un zaguán.


Sonia Serna San Miguel

Ilustración de Abel Jiménez Serna

(Segovia, junio de 2022)















viernes, 29 de julio de 2022

EL DUENDE DE ALCOR





EL DUENDE DE ALCOR


"Recuerdo aquel primer encuentro como si hubiera sido ayer, pero lo cierto es que ocurrió en los años setenta.

Era otoño y pasábamos el fin de semana en Mazagón, en la parte de Alcor que por aquel entonces aún lindaba directamente con el pinar. Mi hermano, algunos amigos y yo solíamos salir, como niños que éramos, a corretear por los alrededores, y siempre volvíamos a casa con algunas piñas secas, las que nos cabían en las manos, para quedarnos luego por la noche absortos en la chimenea viéndolas arder. Oír esos chisporroteos del fuego mientras toda la casa olía a eucalipto era un final redondo para esos días de absoluta sencillez y libertad.

Aquella tarde de octubre y con la merienda en las manos volvimos a salir por entre los pinos, buscando uno en concreto que estaba medio caído, casi horizontal, y desde el que se veía perfectamente el mar. Anduvimos jugando alrededor de aquel árbol hasta que el sol empezó a no calentar. Era hora de volver a casa, pero el encanto del lugar nos retuvo en el tronco sobre el que sentados mirábamos toda aquella inmensidad azul y verde. No había ninguna prisa por hacer otra cosa que no fuera estar ahí sentados, instalados en esa paz de colores y olores naturales y sin echar de menos nada más. Podría haber otros sitios en el mundo tan reconfortantes como este, pero no parecía probable.

Y, de repente, dejé de oír. En mi cabeza se hizo el silencio más absoluto. Algo había cambiado a mi alrededor, como si le hubieran hecho el vacío a mi realidad. Hasta la brisa desapareció, también la noción del tiempo y el canto de los pájaros, y una serenidad absoluta me inundó.

¿Qué acababa de ocurrir? Giré mi cabeza hacia los que estaban sentados en el tronco, a mi izquierda, y ahí seguían, como si nada. Era evidente que no notaban lo mismo que yo, así que volví a mirar lentamente a mi alrededor, al frente y luego hacia mi derecha. 

Y ahí lo vi. Sentado a mi lado y mirándome. Lo que unos minutos antes era un matojo de ramas largas y secas se había transformado en una figura antropomorfa, menuda, frágil y adorable, de un amarillo dorado, casi artificial. No era una persona, pero yo distinguí un cuerpo. No tenía cara, pero me miraba. No tenía boca, pero me sonreía. Esa pequeña criatura, o lo que fuera, no solo no me asustó, sino que me transmitió confianza y paz, una paz blanca y profunda. 

No sé cuánto duró este momento. Pudieron ser cinco minutos o tres segundos. 

Cuando pude reaccionar me volví hacia los demás para señalarles a la criatura, pero al girarme de nuevo hacia el duendecillo amarillo ya no había nada, solo el primitivo matorral de ramitas secas. Al instante se restablecieron los cantos de los pájaros, las conversaciones de mis amigos, el bramido lejano de las olas y los aromas que traía la brisa, y justo en ese momento se acabó de poner el sol.

Como era evidente que nadie más había experimentado lo mismo que yo, opté por callarme. También en mi casa callé. Me vi a mí misma, una niña de nueve años, intentando narrar semejante experiencia, jurando que no me lo inventaba, mientras los demás me tomaban por embustera o fantasiosa, de modo que nunca conté nada. Pero sabía que no lo soñé.

Hubieron de pasar diez años más hasta volverlo a ver. 

En esta ocasión era verano y de nuevo estábamos disfrutando de las vacaciones en Mazagón, en Alcor. Empezaba la sobremesa de un día muy nublado de julio, y como no era día de playa me subí al piso de arriba y me acomodé junto al ventanal. Desde aquella habitación se veían los cuatro o cinco chalets algo antiguos del otro lado de la calle y, a lo lejos, por encima de pinos y tejados, se observaba con nitidez una buena franja de mar.

Aquel día las aguas estaban bravas, grises, muy grises, tanto como las nubes, y cada vez más alborotadas por el romper de las olas. Los olores a pino y a tierra mojada se colaban por la ventana y se mezclaban con el aroma de café que aún volaba por la casa. Las nubes prometían rayos y truenos, algo maravilloso para los que adoramos las tormentas, así que me instalé encantada entre el tiovivo de fragancias, la novela que tenía a medio leer y la música de U2 que en esa época sonaba en bucle en mi radiocasete. La tarde prometía magia, así que solo quedaba disfrutar de aquel recogimiento hogareño y de aquella panorámica privilegiada.

Los primeros relámpagos aparecieron por la zona del espigón, y en seguida comenzó a tronar. La tormenta ya estaba aquí. El mar se convirtió en un hervidero de olas rotas flotando en un color ceniza, el cielo se vistió de gris marengo y los rayos castigaban con latigazos blancos a un Mazagón otoñal en pleno mes de julio. Yo estaba tan absorta como feliz. No podía hacer nada mejor que disfrutar del milagro de lo natural, una vez más.

Y fue en esta tormenta perfecta donde lo volví a ver.

Uno de aquellos relámpagos se paralizó entre las nubes, sus brazos de líneas torcidas se movieron hasta imitar una figurilla humana, blanca esta vez, y como ya ocurriera años atrás en el pinar su aparición detuvo el reloj y el curso de mi mundo.

¿Acaso estaba volviendo a pasar?  Bajé la mirada unos segundos para asegurarme de no estar perdiendo la cabeza, y al levantarla el trocito de rayo se había acercado hasta mi ventana, a unos centímetros de mi nariz, justo al otro lado del cristal. Volvió a sonreírme con la boca que no tenía y a acariciarme con la mirada que le faltaba. No había miedo, ni dolor. No sobraba ni faltaba nada ni nadie. Yo únicamente sentía una paz sobrenatural y la certeza de estar en un entorno y en un tiempo privilegiados. 

Pestañeé para enfocar mejor mi mirada y, simplemente, desapareció. 

Tampoco esa noche conté nada a nadie, y nunca hasta ahora había sentido esa necesidad.

De esto hace muchos años, y esa fue la última vez. No sé por qué lo vi solo en aquellas dos ocasiones ni por qué no lo he visto en ningún otro lugar, pero me seduce más alimentar el misterio y la duda. Me es más reconfortante creer que realmente hay un duende en Alcor, posiblemente en todo Mazagón, que se deja ver para recordarnos la importancia de pararse a contemplar. Quizás yo lo necesitaba para fijar en mi memoria el valor impagable de aquellos momentos, el de ciertas personas y el de aquel lugar, y llevarlos siempre conmigo como quien lleva una tabla infalible de salvación.

Si es así, que sepa el duende que funcionó."


Sonia Serna San Miguel

(Segovia, junio de 2022)





sábado, 23 de octubre de 2021

GANAS DE MIEL

 



GANAS DE MIEL

"Hoy he soñado que volvía a ser pequeña. 

Era verano, y en mi jardín de Otero de Herreros parecía que lo era aún más. A media mañana la casa aún olía a café. Yo estaba en la cocina, acababa de desayunar y miraba embobada cómo el sol atravesaba los visillos de flores naranjas y amarillas, dibujando con sus haces de luz unas caras extrañas sobre el hule de la camilla. Empezaba a inventarme historias con esas figurillas de colores cuando sonó el timbre de la puerta.

-¡El de la miel!-, dijo mi madre, invitándome con su mirada a quitar de encima de la mesa los restos del desayuno. El espectáculo iba a empezar.

Efectivamente, cada tantos días venía por las casas el mielero, o al menos así le llamaba yo, quien traía además un magnífico surtido de embutidos, quesos y mantequilla.

-Todo esto es artesanal y de la zona, ya lo sabe usted, señora, todo natural-, decía el buen hombre.

De una cesta grande de mimbre sacaba una a una todas las viandas que ofrecía para vender, y si un producto tenía buena pinta el siguiente la tenía aún mejor. Sus olores se apoderaban de la cocina, se unían al aroma del café y recorrían mi cerebro fijándolos para siempre en mi memoria.

Pero lo que más llamaba mi atención era el gran tarro de miel. Me maravillaba ese gel dorado, esa consistencia indefinida que se deslizaba sin prisa desde los surcos de la cuchara de palo hasta el tarro que mi madre tenía preparado para la ocasión. Aquel almíbar viscoso se amoldaba al nuevo recipiente con una tranquilidad hipnotizante mientras yo contenía las ganas de meter el dedo y disfrutar de su sabor potente y su dulzor.

-Esta miel es de las colmenas de Fulanito, que en Segovia no solo hay leche y matanza. La naturaleza misma, señora. Miel pura y nada más-, repetía el mielero entre viaje y viaje de la cuchara de madera.

En cuanto se iba el vendedor mi madre untaba un poco de aquella miel en unas rebanadas de pan tostado. El calor del pan ablandaba la miel y volvíamos a desayunar. Sin hambre, pero con ganas.

Y con ese recuerdo dulce en el paladar me he despertado hoy.

Ahora que lo estoy relatando no sé si lo he soñado de verdad o si simplemente lo estaba añorando. Las dos cosas, quizás.

Lo cierto es que hoy me he levantado con ganas de miel. De aquella miel. De aquellos veranos. De aquel jardín."


Sonia Serna San Miguel

(Segovia, agosto de 2021)

miércoles, 25 de agosto de 2021

NADIE EN ESTE CAMPO

 



NADIE EN ESTE CAMPO

 

"Me he instalado en un campo de Segovia, en el piedemonte de la sierra de Guadarrama, donde las laderas pierden inercia, prefieren ser campiña, y le regalan un remanso al río Moros. Estaré aquí tres meses.

Es una tarde cualquiera, luce muy azul un cielo que nadie mira y pían unos pájaros que nadie escucha, porque ahora aquí no hay nadie.

Desde alguna parte arranca un camino que divide el paisaje en dos para luego perderse a lo lejos, en silencio, como si nada. Este camino hoy está solo y aburrido porque nadie lo ha utilizado, y se tiene que conformar con las huellas del último tractor que lo recorrió. A veces le despeinan los remolinos de viento y la arena se queda flotando unos segundos sin saber muy bien dónde tiene que volver a caer. Pero el camino sigue ahí, aunque nadie lo surque.

Sopla una brisa deliciosa que no acaricia ningún rostro y el aire trae fragancias de libertad que nadie respira.  Al menos hoy, no.

Las florecillas se afanan en adornar unas veredas en las que nadie repara, y tejen alfombras de colores por las que nadie se pasea. El sol regala rayos de vida a la piel que los quiera recibir, pero se estrellan contra el suelo porque ahora no hay nadie para recogerlos.

Las mariposas despliegan en silencio su belleza, y vuelan en círculos suaves llevadas por un vientecillo al que le da miedo soplar. A veces el sol atraviesa sus alas y entonces el espectáculo es maravilloso, pero nadie lo disfruta porque ahora aquí no hay nadie.

Batallones de girasoles se ponen de puntillas para presumir de diademas amarillas, buscando una admiración que no encuentran por más que se giren, y se tienen que conformar con sonreírle al sol. Unas campanas tañen a lo lejos para que los pajarillos no se sientan solos en sus trinos, y campanas y pajarillos se enredan en una melodía que se pierde en un auditorio vacío, porque ahora no hay nadie que los pueda ovacionar.

Las hojas de los árboles se abanican unas a otras suavemente. Sus sombras se proyectan en el suelo y bailan al compás de los silbidos del viento. Bajo los álamos que hay junto al río se instala una paz que no serena a ningún alma ni acuna ninguna siesta, paz desperdiciada, porque ahora nadie se ha echado aquí a descansar. O a soñar.

De vez en cuando un avión atraviesa el cielo y lo llena de arañazos para ubicar en el tiempo a los trigales y riachuelos que han perdido la cuenta de los años transcurridos. También a lo lejos las pacas de paja recuerdan con su empaquetado perfecto, como caramelos gigantes lanzados desde el cielo, la mano del hombre.

En ocasiones bajan de la sierra algunas nubes negras, lloran unos minutos y se van. Las pocas nubecillas de hoy son blancas y pequeñas, y su minúscula sombra no llega al suelo. Están atravesando el cielo muy despacio, parecen despistadas, y acabarán por difuminarse, probablemente aburridas de no tener a quién aliviar del sol.

El campo entero se estira a lo largo y ancho para dar cobijo a infinidad de prodigios. Se adapta sin rechistar a la cadencia del cambio de estaciones y marca el ritmo de las vidas que alimenta. Lo hizo en primavera y lo volverá a hacer en otoño, y luego en invierno, cuando las primeras heladas endurezcan la tierra y el cielo se despida cada día con el azul cobalto de los ocasos breves. Por la noche la luna rebotará en la nieve y su reflejo creará figuras fabulosas en los caminos, en los árboles y en las piedras, pero si no hay personas a las que sobrecoger, la magia será en balde.

La nieve se derretirá, será alimento de la tierra y en silencio devolverá al paisaje la vida que protegía bajo su manto. Será otro milagro sin testigos si ese día aquí no hay nadie para verlo.

Esto es un campo vivo y eterno, pero algo olvidado. No hace tanto que labriegos y ganaderos trabajaban estas mismas tierras en jornadas agotadoras, desde el lucero del alba hasta que el sol, compasivo, se apagaba para obligarlos a descansar.

Aquí ahora no hay nadie, sólo estamos el paisaje, sus pequeños habitantes silvestres, el ruido lejano de un motor y yo. 

No me he presentado. Yo soy el verano, y pronto también me tendré que ir.

Os devuelvo amarillo el campo que recibí con amapolas. Dejo segadas las eras y descansada la tierra, todo preparado para nuevas cosechas. Os he llenado de zarzamoras los bordes de los caminos y os he regalado cielos llenos de estrellas. He sacado de su letargo a plantas y animales que me necesitan para vivir y les he alargado las horas de libertad.

Así tiene que ser.

Volveré a instalarme aquí un año más, y de nuevo me recibirán las amapolas, las mariposas y las Perseidas, y volveré a contároslo yo por si acaso nadie más lo hace.”

 

 

Sonia Serna San Miguel

(Segovia, agosto de 2021)



martes, 10 de agosto de 2021

EN TACATÁ POR EL PARADOR (DE MAZAGÓN)

 





EN TACATÁ POR EL PARADOR

 

“Debo de ser muy pequeña porque me pasean en carricoche y duermo en cuna. Vivo con mis papás en una casita aislada, en un pinar al borde del mar y muy cerca de un edificio moderno que acaban de construir. En este entorno siempre hay mucha luz, se oyen de fondo el mar y las gaviotas y huele a salitre, a pinos y a eucaliptos; también huele a sol cuando cierras los ojos, pero esto no sé describirlo.

Los caminos de esta zona son de arena fina y están sembrados de piñas y de unas hojitas muy finas y puntiagudas que caen de los árboles. Cuando sea mayor sabré que estos pinchitos tan peculiares son hojas aciculares.

A menudo mis papás me bajan a la playa y juegan conmigo a escapar de las olas o a encontrar coquinas. Me divierte la sensación de perder mis piececitos bajo la arena de la orilla para luego sacarlos y mirar cómo mis huellas se llenan lentamente de agua. Es una magia que me hace reír y que mis padres me regalan una y otra vez con una paciencia infinita.

Mis papás parecen encantados de estar en este lugar, donde también viven mis padrinos Esther y Emilio y con quienes sé que compartiremos destino en el futuro en más de una ocasión. Veo a mis padres felices cuando tratan con las gentes de la zona, habitantes casi todos de un pequeño barrio cercano al que llaman Poblado. Uno de estos vecinos es una chiquita joven que ayuda a veces a mi mamá a bañarme y pasearme. Es muy dulce y se llama Mayor, Montemayor. Mis padres la recordarán durante toda su vida, y yo también.

Como aún no sé andar, a ratos me meten en un tacatá blanco que ha fabricado para mí el señor Militino, un segoviano, como mis papás, que ha trabajado en ese nuevo edificio. Cuando me meten en el tacatá me siento libre, y mayor, y veloz, y correteo por unos pasillos largos y luminosos que a mí me parecen infinitos, y que son de esta casona grande que acaban de construir.

Últimamente en este edificio nuevo de paredes blancas, grandes ventanales y anchos pasillos hay mucho ajetreo, llamadas de teléfono y adultos que van y vienen limpiado y colocando cosas. Da la impresión de que se está organizando alguna fiesta, y, mientras los mayores se afanan en lo que sea que estén haciendo, yo miro a través de las ventanas según las voy alcanzando con mi tacatá. Ahí fuera hay jardines, y es maravilloso ver el color verde de los pinos y el malva de las flores de la uña de león. El cielo está casi siempre de un azul tan reventón que parece que alguien sube a enlucirlo cada día. También hay un trocito de mar, o de cielo, en una piscina grande que hay en medio del jardín.

A mí todo esto me parece un sonajero gigante, un juguete a tamaño real que huele a aventuras. Me pregunto si todos los adultos que me rodean lo ven de la misma forma, y no entiendo que no correteen en tacatá por esta especie de palacio como hago yo.

Soy muy pequeñita, pero sé que estamos en octubre de 1968 y que esto es el nuevo Parador de Mazagón. La empresa en la que trabaja mi papá como encargado de construcción ha estado terminándolo durante los últimos meses y están a punto de inaugurarlo; de ahí las prisas, los nervios y la ilusión contagiosa.

Sé que todo saldrá bien y que lo celebrarán con la satisfacción del trabajo bien acabado y el sueño hecho realidad.

Mis padrinos, mis padres y yo nos iremos de este maravilloso lugar y nos lo llevaremos para siempre en el corazón. Mi madre está embarazada de mi hermano, así que se lleva un milagro más.

También sé que volveremos a Mazagón y que fabricaremos recuerdos nuevos.

Soy un bebé, pero sé que en el futuro ningún otro pino de otro pinar olerá como estos de Mazagón, que ninguna otra arena de otra playa me recogerá los pies con tanta dulzura, y sé que en ningún otro sitio el sol dejará este perfume blanco sobre mi piel.

Soy muy chiquita, pero sé que pertenezco a este lugar para siempre.”

 

 

Sonia Serna San Miguel, mayo de 2021

(Segovia)

 

Dedicado con todo el amor a la memoria de mis padres, Víctor Serna y Tasina San Miguel, apasionados de Mazagón y sus gentes.

lunes, 8 de marzo de 2021

UN PUNTO DE LUZ




UN PUNTO DE LUZ


Estoy en un pueblo tan pequeño que cualquiera de sus calles desemboca en las afueras, y las afueras son el campo. Apenas comienzo a andar y ya estoy pisando un camino de tierra que un poco más adelante se abre en otros dos. El silencio es total y maravilloso, y sólo se oyen mis pasos sobre las piedrecitas y algunos pájaros que habrán quedado para merendar. El sol quiere lucir como en primavera, pero bastante hace el pobre con intentar escapar de las nubes.

Echo de menos un poyo en el que sentarme y una pared de piedra calentada por el sol que me recoja la espalda, porque tengo la intención y el gusto de quedarme aquí un buen rato, pero no importa, me quedo de pie y miro y remiro todos esos kilómetros planos y solitarios que rodean esta pedanía.
Voy y vengo muy despacio por los caminos. Me siento afortunada, porque esta tarde no tengo ni quiero tener otra cosa que hacer.
A veces me paro y cierro los ojos, hasta que al final a través de mis párpados noto cómo las nubes han podido con el sol. Apagan el calorcillo que estaba sintiendo en mi rostro y me dicen que haga un par de fotos rápidas, que el espectáculo se acabó, así que hago dos capturas aquí y allá sin poner mucho cuidado porque sé que acabaré borrándolas al llegar a casa. Nada como las imágenes que guardamos en nuestra mente, no digamos en el corazón.
Ya en casa descubro este sol que no recuerdo haber fotografiado. De verdad, no lo recuerdo, y empiezo a fabular con que ese rayo de luz que atraviesa la imagen tiene que ser algún tipo de mensaje sobrenatural, o quizás una señal que me indica las coordenadas de un punto de paz, un punto que estaba esperando que yo llegara para descubrirlo y no olvidarlo.
Naturalmente, no es así, sólo es una foto más, pero qué bonito es imaginar que no estamos solos.



Sonia Serna San Miguel
(Segovia, marzo 2021)